Siempre me pregunto si alguna vez dejaré de sentirme
culpable.
Hace poco más de cinco meses tomé la decisión más
importante de mi vida, decirle al hombre que había sido mi compañero, con el
que había estado casada por once años, que ya no podía estar con él.
En el horror de aquellos días evito pensar; es
inevitable, sin embargo, que su desesperación se me cruce como un flash, así
como aquel grito ahogado y esa ligera demencia manipuladora cuando todavía intentaba
luchar porque yo cambiara mi decisión.
Y tal vez sea eso, que la decisión no fue de “mutuo
acuerdo” por lo que no me lo perdono y tengo que vivir sabiendo que herí
profundamente a una persona que doce años antes había hecho un sacrificio
mayúsculo por mí, como si se tratase del personaje en la letra de “Un beso y
una flor”. Pero, ¿qué era peor, enfrentar de una vez por todas lo que estaba
pasándome o hacernos la vida miserable hasta que uno sobreviera al otro?
Porque eso era lo que estaba sucediendo, yo estaba
haciendo que nuestra vida en pareja fuese miserable, con mi indiferencia y mi
intolerancia; no obstante, el peso de esa decisión, en ocasiones, siento que me
está consumiendo. Ya me lo había asomado el terapeuta al que fuimos, en un
principio para tratar su problema de depresión y luego como pareja, que para mí
también sería una especie de duelo su ausencia por más que estuviese tomando la
decisión.
Aunque estaba casada, siempre me sentí como Bridget Jones: Spinster and lunatic;
no obstante, ser una romántica y saberme sola a cierta edad —tengo treinta y
nueve años—, comenzar de nuevo en un país que está hecho pedazos, en el que la
mayoría de los hombres contemporáneos conmigo están casados o se volvieron
extranjeros buscando mejoras económicas, no es una combinación idónea. Y sí, ya
sé que no hace falta un hombre para conseguir la felicidad, ése es el
pensamiento más feminista al que puedo aferrarme, pero es sencillo decirlo y
escribirlo, pero creérlo, especialmente cuando el sueño del verdadero amor te
ronda la cabeza, requerirá de posible terapia.
No me arrepiento ni me arrepentiré jamás de mi
decisión, necesitaba recuperar mi vida, mi independencia, pero sobre todo mi
identidad, pues en algún punto de esos doce años me extravié, dejé de ser yo y a su lado no
iba a encontrarme jamás. Solo me habría gustado que ese compañero que compartió
esos años y momentos conmigo hubiese hecho el intento de comprenderme y con
muchísima suerte sentirse del mismo modo, que
hubiese reconocido al menos el vacío irrecuperable en el que estábamos los dos.
Le agradezco por supuesto ese precioso tiempo que
estuvimos juntos pues sé que a nuestro particular modo nos quisimos, ambos hicimos
por nosotros lo que mejor creímos que debíamos hacer, fue una gran lección y un
importante ciclo de nuestras vidas que debía ser cerrado, y le deseo profundamente
la más grande felicidad, pues la merece.
De mi parte, espero que éste no haya sido otro drama de una mujer hormonal/divoriciada, que ha querido hacer catarsis en su blog, si he venido a exponer este lado mío tan privado es porque, bueno, realmente he necesitado drenar estos sentimientos de culpa, pero, especialmente, he querido compartirlos con el mundo pues tal vez haya más gente, más mujeres que estén enfrentando una situación similar a la mía, que necesitan leer palabras con las que identificarse y que le reconforten. Este texto es para ustedes.
M.
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