sábado, 14 de julio de 2018

Dame una Cita, Lucía - Preview




Dinámica


—Todos divirtiéndose, excepto tú.
Al escuchar su voz dejo de teclear en el teléfono, sé que ésta no es una interrupción al azar y que debo estar preparada, mi hermana tendrá que esperar un momento más por mi respuesta pues el chico que me está hablando es el único sujeto de esta escuela y toda ciudad Verano con el que tengo que mantenerme con la guardia alta; él siente una mórbida inclinación por jugar con mi paciencia.
—¿Dónde dejaste el estéreo? —Sé exactamente de qué ha venido disfrazado, a mí me gusta mucho esa película. Se ha puesto gelatina en el pelo y trae una camiseta blanca debajo de un sobretodo caqui, pantalones negros y sneakers tipo bota. Hoy todos han venido disfrazados por ser la fiesta de Halloween de la secundaria Eyre.
—¿Tú dónde dejaste la escoba?
Hago una mueca por respuesta de la que se ríe, lo cual me resulta intolerable pues tiene una de esas odiosas sonrisas de dientes extremadamente blancos y perfectamente alineados. Es insoportable mirarlo.
—¿Qué quieres? —Guardo el teléfono en el bolsillo trasero de mi pantalón al levantarme del asiento. Ahí sigue vibrando, Melissa, mi hermana, no deja de escribirme cosas.
Aunque no podría acusarlo de intimidador, Luciano, este personaje que tengo delante, el chico consentido de la secundaria Eyre, capitán del equipo de fútbol, hermano de una de mis amigas e hijo del dueño de la heladería para la que trabajo seis noches a la semana, es el idiota que, por desgracia, tengo en cada una de mis clases desde el año pasado cuando fue aceptado en esta secundaria gracias a sus habilidades deportivas. Uno más, estoy segura, que sueña con fichar con el Real Madrid. Pero el asunto no es ése sino éste: ¿de qué sirve tener un sistema de educación rotativo si coincides con el mismo insoportable personaje en todas tus clases?
—Me preguntaba por qué cambiaste de turno en la heladería si no te veo en la fiesta. ¿Que mi padre no te paga suficiente? —Examina un paquete de galletas de calabaza con gotas de chocolate de mi pequeño stand.
—El cambio de turno, que sepa, es algo que está permitido. Además, no te debo explicaciones.
Es así, no le debo nada, mi empleador es su padre, no él, y si he cambiado de turno en la heladería y solicitado permiso a la escuela para vender mis dulces es porque en una noche como ésta ganaría lo que en una semana en la tienda de los Seri, solo que en lugar de los cientos de chicos que están hoy reunidos aquí, mis principales clientas han sido la señorita Le Blanc, de Francés, y la señora Castillo, de Oratoria.
—Soy empleada de tu padre, no tuya, así que te agradezco dejes de andar metiendo tus narices en un asunto que no te compete —le quito de las manos el paquete de galletas que ha estado examinando sólo por molestar (lo sé) y lo devuelvo a la cesta de galletas que aspiro vender esta noche para ir sumando cifras a mis ahorros.
—Si éstas son tus técnicas de vendedora, Santa Lucía…­
Ahí está, ese nombrecito otra vez.
—Vas a terminar yéndote a la quiebra —toma un cupcake de chocolate para examinarlo también.
—Es Lucía —puntualizo—. No puedo creer que incluso en mis horas libres tenga que soportar tus provocaciones —ese absurdo sobrenombre que me puso desde que me conoció.
—¿Horas libres?, si te veo trabajando.
—Trabajo porque no soy una riquilla como tú.
Me mira como si estuviese pasándome de la raya.
—Quiero uno de estos, Lucía
—Tómalo y lárgate.
Se ríe arqueando las cejas, burlándose como es su costumbre, pero deja el cupcake sobre el mostrador. Por un momento pienso que va a largarse, pero no, se pone a hurgar en su billetera. Es un grandísimo obstinado.
—No te estoy cobrando —alargo una mano para detener la búsqueda de billetes, tomo el cupcake del mostrador y se lo aplasto sobre el pecho (casi). Quiero que se largue de una vez, pero no se mueve, por el contrario me mira sorprendido aunque se queda con el cupcake en la mano. No le he dañado la camisa con el topping de chocolate. Desafortunadamente.
—Mejor vuelve a tus actividades de capitán del equipo de fútbol —no pienso venderle nada al hijo de mi jefe.
—Mis actividades de capitán del equipo de fútbol. ¿Cuáles son ésas? —Frunce el entrecejo—. ¿Han planeado un juego esta noche del que no estoy enterado?
Suspiro profundamente.
—Tus actividades, ya sabes… —levanto el brazo para señalar el gimnasio de la escuela, donde se está celebrando la fiesta y la mayoría de sus amigos, y mis amigos, están bailando y divirtiéndose, justo como él ha estado divirtiéndose antes de que se acercara a importunarme. 
—¿Te refieres a bailar?
Bailar entre otras cosas como pavonearse delante de las chicas y soltar carcajadas burlonas con sus amigotes del equipo de fútbol.
—¿Quieres bailar, Santa Lucía?, ¿es eso?
Ahí está esa sonrisa endemoniada. Cínica.
—No, no quiero bailar.
—Entonces —se mete dentro de mi campo visual que justo he cambiado al desviar la mirada—, ¿cuáles son esas actividades, si me las pudieras explicar?
—Mira, Luciano —salgo de detrás de mi stand para obligarle a que vuelva a la pista de baile o donde sea que él quiera estar menos aquí—, regresa a la fiesta y deja de importunarme, ¿sí?
—Ah, estoy importunándote… —repone con expresión ofendida.
—Lo sabes. ¡Largo! —Intento empujarlo para echarlo de aquí pero su cuerpo está tan pesado que no puedo moverle—. Mira, estoy ocupada, tratando de hacer algo en mi teléfono —como hablar con mi hermana—. Hoy no estoy para tus juegos macabros.
—¿Algo en tu teléfono? ¿Como qué? ¿Escribirle a un novio que te buscaste en internet porque no puedes conquistar uno real?
Dejo de empujarle.
—Te pasaste de la raya —él trata de morder mi dedo acusador—. ¡Vete!
Me siento muy ofendida.
—Está bien, está bien… —deja el cupcake sobre el mostrador y levanta los brazos en señal de paz—, no es un novio cibernauta lo que tienes en el teléfono. Cuida esos ojos… —se los he puesto en blanco—. Pero si estás buscando uno de carne y hueso —se inclina hacia mí colocando ambas manos sobre el tope del stand dejándome acorralada entre sus brazos. Él cree que puede intimidarme pero nunca se lo permito—, solo tienes que pedirlo, Santa Lucía, y darme una cita. Anda, vamos al parque —me da un guiño acompañado por su sello de sonrisa cínica.
—De verdad, Luciano, ¿cómo hiciste para que una canción que me parecía tierna, bonita, sobre la que he guardado un especial recuerdo por ser la favorita de mis padres, sea en estos momentos más odiada que cualquier canción pop de bubblegum?
Su risa pedante se borra y poco a poco se yergue permitiéndome respirar y dejándome libre.
—Has lo que quieras, quédate, vete, come todos los dulces que se te antojen. Ya no discutiré contigo —me aparto y comienzo el regreso a mi lugar, detrás del stand, completamente vencida.
—No sabía que la canción te recordara a tus padres —me detengo a mitad de camino.
—Y con tu estupidez la has matado.
—Lo siento, no pensé que…
—Nunca piensas —le interrumpo—, la vida es una entera fiesta para ti: tienes a tus padres, un negocio familiar próspero y definitivamente no dependes de tu tía, que a su vez depende de un salario de profesora de secundaria para matenerse ella misma y a dos chicos.
Él parece pensativo e incómodo, lo cual me incomoda también porque no estoy acostumbrada a verlo fuera de su zona de confort. Sé que él no es responsable de mi situación y que probablemente he sido injusta con lo que le he dicho, pero me ha tocado la fibra. Cualquiera que fuese su defensa no compensa la pérdida de mis padres o mi condición de ser una carga para la persona que más quieres después de tu hermana. Pero él no ha podido deducir nada de esto, ni siquiera que la canción con la que tanto me molesta tuviera algún nexo con mis queridos padres.
—Lo siento, yo…
—No, tienes razón —me interrumpe.
—No, no la tengo, tú no tienes responsabilidad de...
—No intentes disculparte, Lucía, tienes razón, la vida no sucede siempre como la planificas. Mis problemas son risibles en comparación con los tuyos.
—No sabía que tuvieras problemas.
—No sabes nada de mí.
—Te conozco… —siquiera un poco.
El ligero amago de una sonrisa triste me habla de circunstancias complejas que no están disponibles a mi entendimiento. Le tomo la mano en un arrebato.
—No debí descargar en ti los reproches que le tengo a la vida —levanto la mirada y observo que la suya está fruncida y detenida en el contacto de nuestras manos. Le libero para evitar un malentendido—. Tú solo estabas bromeando, no podías saber que…
—No, ese pequeño detalle no —me mira directo a los ojos, con esa profundidad que suele abrigarme—, aunque…
—¿Qué? —Le sostengo la mirada, que es dulce como el color de sus ojos y en este momento parece estar contando la verdad.
—No puedo evitarlo, Lucía. No quiero ser irrespetuoso, pero esa canción ha tomado tu forma…
Debería estar enfadada y exigirle, después de todo lo que le he dicho, que no vuelva a pronunciar delante de mí esa letra, pero entiendo su posición, esa canción, “Santa Lucía”, ya forma parte de nuestra relación. No le pongo nuevas objeciones. Me quedo callada, esperando que mi silencio sea interpretado como una autorización para que se refiera a mí como más le gusta.
—Me gusta tu disfraz —alarga la mano para acariciar mi peluca—. No es precisamente de bruja —añade sonriendo con esa sorna tan característica—, pero funciona para ti.
—De bruja vengo siempre —prefiero mantener de mi lado este juego entre nosotros.
—Tu estado natural…
—Te crees muy simpático. No vengo disfrazada —le miento.
—Sí que vienes.
—¿Tú qué sabes…?
—También he reconocido tu personaje.
Claro que no, ninguno de los chicos que se ha acercado a saludarme al stand lo ha reconocido y a Becca, mi mejor amiga, he tenido que explicarle de qué se trata; es tan sencillo que no es fácil de determinar a menos que seas un auténtico fanático de las series de los años noventa, o de ésta en específico, como yo. Sólo llevo una peluca negra, contactos azules y un delantal a cuadros.
—¿Me dirás qué es lo que piensas de mí? —Se cruza de brazos.
—Pienso de ti muchas cosas. Ninguna buena, por cierto.
—¿Cosas obsenas, Santa Lucía?
—¡Largo de aquí!
Empieza a sonreír. Me niego a mirarlo.
—Está bien, está bien —con sus manos forma una “T”—, pido una tregua. Me refiero a eso de “mis actividades de capitán del equipo de fútbol” —lo señala incluso con comillas aéreas.
—¿Todavía estás con eso?
—Necesito saber.
Me aparto de su lado, doy unos pasos hacia el interior del stand pero me vuelvo para responderle:
—Solo lo dije para confundirte y lo he conseguido.
—No —él da un paso adelante—, lo dijiste porque tienes una opinión sobre mí, ¿cuál es?
—Mira, Luciano —yo también doy un paso hacia él—, no tengo ninguna opinión de ti, excepto ésa que ya conoces: que eres el más grande idiota de toda la secundaria —en lugar de ofenderse disfruta de lo que le digo. Es insoportable.
—No es la respuesta que busco pero lo dejaré pasar por esta vez…
—¡Lucianito…! —Exclama la famosa “Miss G.” que hoy ha adornado la fiesta con su disfraz de Audrey en Breakfast at Tiffany, un vestido negro y largo, que le envuelve como un guante cada curva de su cuerpo. Miss G. es la coordinadora de las actividades pre-graduación de la secundaria, el cerebro detrás de esta fiesta, madre soltera de Andre y mi tía.
La tía Gisselle Ortiz, a la que todos llaman “Miss G.” por ser la profesora de Inglés, es la hermana menor del que fue mi padre, un investigador reconocido, que hace poco más de cinco años, se dirigía con mi madre a la capital para asistir a un congreso en el que expondría uno de sus celebrados trabajos cuando ambos sufrieron un fatal accidente que nos dejaron a mi hermana Melissa y a mí huérfanas. Tía Gisselle, siendo nuestra única familia, consiguió con el abogado de mi padre nuestra custodia, en particular la mía, porque para ese entonces Melissa, mi hermana mayor, estaba por cumplir la mayoría de edad. Tía Gisselle convino con Melissa y el abogado en rentar el apartamento en el que habíamos vivido como familia en ciudad Lara, de tal modo que con lo que devengara el alquiler se pagara la universidad de mi hermana, que sumado a la manutención que nos correspondía por ley de los beneficios contractuales por el trabajo de papá como el más importante investigador de la universidad local, siendo, en ese momento, las dos menores de edad, Mel podría hacer su vida universitaria sin problemas el año siguiente.
No deseo extenderme en narrar lo duro que fue adaptarnos a nuestra nueva situación, a la pérdida de nuestros padres, a una nueva escuela y a una ciudad que, si bien conocíamos porque frecuentemente solíamos venir de visita, no era la que nos daba habitación; tampoco en lo desolador que fue para mí que unos meses después Melissa también me dejara para asistir a la universidad y estudiar la carrera universitaria de acuerdo a los planes que aún en vida había trazado con nuestros padres.
Durante este tiempo Tía Gisselle y Andre, mi primo, han sido claves en el reestablecimiento de mi vida familiar, incluso podría decirse que en este momento soy una adolescente que se ha recuperado del dolor, que goza de salud, familia, amigos, un plan organizado y que espera con ansias reunirse con su hermana cuando termine la escuela y cumpla la mayoría de edad.
—Miss G. —con una sonrisa para la profesora, Luciano hace espacio entre él y yo, distracción que aprovecho para terminar de colocarme detrás del stand.
—¿Tienes frío, o se supone que vienes disfrazado?
—Frío, Miss G. Eso es.
—Pero si está caliente aquí adentro, Lucianito.
—Es que se cree tan básico[1] como Lloyd Dobler, tía —él me mira con atención, como si no creyera que sé que vino vestido como John Cusack en esa escena icónica de la película Say Anything.
—¿Lloyd Dobler?
—Es el personaje de una película —se pasa la mano por la nuca, sintiendo el embarazo de tener que explicar su atuendo.
—¿De cuál película? ¿Lulucita, la hemos visto?
—Muchas veces, tía. Say Anything, una película de los ochenta. John Cusack es el protagonista.
—Año 89 para ser más preciso —dice él.
—Me encanta John Cusack en Debe Amar a los Perros, pero Say Anything… Say Anything… ¿De qué se trata?
—De un chico común —se apunta con el dedo y sonríe cuando detecta que le he puesto los ojos en blanco— que al término de la escuela consigue una cita con la chica más lista —me da una mirada furtiva—. Algo así, Miss G., como si Santa Lucía, aquí, concediera una cita a un idiota como yo. Esos ojos otra vez —me pellizca la nariz, siempre tiene problemas con mis ojos en blanco—. Miss Gisselle, usted que es su tía, ¿qué opinión tendría sobre eso?
—Me conformaría con que la invitases a bailar, Lucianito.
—Disculpa, ¿qué?
Tía Gisselle me mira conmovida.
—Tía, por favor, éste no hace más que darme en las narices. No creas nada de lo que dice.
—Miss G., lo que sucede con su sobrina —me baja el brazo que he levantado inconscientemente— es que no quiere salir con nadie. Ni con ese pobre novio que tiene en internet.
—¡¿Tienes un novio en internet, Lulú?!
Tía Gisselle le ha obsequiado a Luciano, en bandeja de plata, su objetivo de impresionarla y burlarse un poco más de mí.
—No, tía, que no hagas caso de nada de lo que te diga —de una sacudida me deshago de sus dedos que me han tenido secuestrado el brazo—. La única verdad que ha dicho es que es un idiota, todo lo demás ignóralo y déjalo ir, por favor, que me está espantando la clientela.
—¿Cuál clientela? —Replica Luciano casi con una carcajada—, si aquí no veo a nadie y te has negado a venderme un cupcake.
—No me he negado, te lo obsequié. Y no sabemos si las personas se han abstenido de acercarse por sentirse intimidadas por tu presencia, Dobler.
—Mi presencia aquí solo conseguirá atraer a la clientela no ahuyentarla.
—Bueno, bueno, dejen de darse riña, ¿en qué podemos ayudarte, Luciano?
¡Vaya!, algo debe estar pasando para que tía Gisselle no le dijera “Lucianito”.
—Sí, bueno, eh… ¿Usted sí va a venderme uno de esos cupcakes de chocolate, Miss G.?
—¿Un cupcake…? ¿A eso has venido? —Tía Gisselle le pone los ojos en blanco y le ofrece el mismo cupcake que ha pasado de las manos de Luciano, al mostrador, a las mías, a Luciano otra vez y al mostrador—. Lulucita, los hizo.
—¡Ah, los hizo Lucía…!
Gracias, tía.
—Toma nuevamente el cupcake buscando mi mirada y cuando la encuentra le da un mordisco seductor, como si estuviera besándolo.
—Buenos, ¿no? —Tía Gisselle se cruza de brazos. Parece enfadada.
Como gotitas de cielo[2] —me mira a hurtadillas como diciendo “sé perfectamente de qué has venido vestida”. Yo evito demostrarle que me ha sorprendido—. Una pregunta, Miss G., ¿usted ha visto Friends, la serie de televisión?
Friends… ¡Por supuesto!
—¿Cuál es su personaje preferido? —Inquiere, devorando ese cupcake como si fuera el último en el mundo y ésta la hora final.
—Joey, por supuesto.
—El mío es Mónica —señala mirándome con ese cinismo característico, luego extiende el brazo para pellizcarme la mejilla—. Me gustan más tus ojos oscuros.
Me siento enfurecida.
—Mónica, claro, cómo no quererla, si vivo con ella —tía Gisselle me mira de reojo.
—¡Tía…!
—En fin… ¿cómo te ha parecido la fiesta, Lucianito? ¿Es que no piensas bailar?
—Sí, sí, sí pienso bailar, Miss, G., pero específicamente con una de sus alumnas.
No solo su sonrisa es cínica, su mirada también lo es.
—Ah, si lo dices por Lulucita… —tía sonríe y me mira con ternura; yo miro a Luciano furiosa. Entiendo bien lo que están haciendo—, puedes llevártela. He venido a sustituirla.
Luciano me mira con esos ojos grandes que tiene, pero su expresión es tan seria que me confunde, entonces extiende la mano en atención a la oferta que ha hecho mi tía. La miro y luego a él. A invitarme a bailar no es a lo que ha venido.
—¿Vas a dejarme con la mano extendida?
—Tú no has venido a invitarme a bailar —necesito protegerme.
—Eso no puedes saberlo —veo claro que sus ojos se desvían hacia mi tía.
—Ve, Lulú —interviene tía Gisselle, haciéndome salir de detrás de la mesa—, a todo pones oposición. Yo te cuido las grandes ventas de hoy.
La miro enfadada, no por el comentario que ha hecho sobre las ventas sino porque me obliga a bailar con Luciano, cuya mano sigue extendida esperando por la mía. Avanzo, cruzada de brazos, como si estuviera protegiéndome de algo, pero termino tomándosela. Es suave, cómoda y se ajusta perfectamente a la mía; lo sé porque no es la primera vez que bailamos. Me conduce al centro del gimnasio, donde más de un grupo de conejitas y gatitas bailan con zombies y vampiros. La fiesta en lugar de Halloween parece un zoológico.
—Que sepas que no me gusta que me inviten a bailar por obligación —me acerco a su oído para que pueda escucharme, afortunadamente lo que está sonando no requiere que nuestros cuerpos estén unidos.
—¿Quién dice que ha sido una obligación? —El calor de su aliento en mi oreja me desconcentra y provoca un cosquilleo en mi cuerpo, su mano en mi cintura hace que me sienta acalorada. Tomo su otra mano y me lo llevo al punto en el que está todo el último año; bailar en grupo es la mejor forma de evitar la intimidad de un baile en pareja, especialmente si ha sido arreglado.
Al cabo de unos minutos la música cambia a un merengue, cada uno de los chicos escoge a su pareja, Becca baila con Ulises, su, algo así como ex novio, si puede dársele a un casi “ex novio” algún significado nominal;  Joaquín no se lo ha pensado para tomar a Verónica de la cintura; y Gonzo baila con Paty. Yo me quedo dudosa delante de Luciano, no quiero que piense que intento sacar ventaja de la oferta de mi tía para bailar con él otra canción. Me ha pasado antes —no con él—, que quiero seguir bailando y mi pareja ha perdido el interés, es un rechazo demasiado incómodo y no pienso darle esa oportunidad. Me largo a atender mi stand, que es a lo que he venido esta noche a la escuela.
—¿Dónde vas? —Me toma del brazo cuando me escabullo.
—Regreso a mis obligaciones. Gracias por el baile —le hago una pequeña reverencia, como si esto fuera una novela de Jane Austen, yo, Elizabeth Bennet, y él, Mr Darcy.
—No, todavía no hemos bailado, y obligaciones, ¿cuáles? —Mira mi stand solitario donde todavía está tía Gisselle, bailando sola y comiendo trufas—. Te compraré todos los dulces.
—Estás loco —mi lado de vendedora orgullosa sale a flote. No es una venta real si el cliente no siente verdadero deseo por comer el dulce.
—Los quiero todos.
—No.
—Voy por ellos.
—Noooo… —le detengo por el antebrazo. Sé que estoy sonriendo y él también, no con cinismo sino con dulzura.
—Supuse que no me dejarías comprarlos y no creo que lo que traigo esta noche sea suficiente para llevármelos todos… —desvío la mirada. Esto es insólito—, pero al menos acepta que compre la mitad.
—NO.
—Vamos…, me siento responsable, trabajas para la familia y todavía tienes que venir a la fiesta de tu escuela a vender dulces.
—Luciano…
Quiero darle las gracias por su amabilidad y decirle que mi problema económico no es el suyo pero le digo otra cosa.
—La pobre tía Gisselle se está perdiendo la fiesta por mi culpa. Debo volver con ella.
Se coloca delante de mí.
—No puedes irte, me debes un baile.
—Ya hemos bailado —trato de avanzar pero él insiste en impedirme el paso.
—No, un baile de verdad. Saltar entre todos no es bailar.
Intento replicar, liberarlo del compromiso, pero él agrega:
—Y no cuenta decir que estoy obligado.
Suspiro profundamente pero cedo, lo que ha dicho me deja desarmada, sin excusas para negarme; además, me gusta bailar merengue y sé que Luciano es un bailarín perfecto, uno de esos chicos a los que observas bailar mientras secretamente estás deseando ser la que está entre sus brazos bailando con él la pieza. A Becca, por ejemplo, le gusta bailar con él porque sabe que es uno de los más ligeros y con más destrezas de toda la escuela, y yo lo sé porque, como he señalado, él y yo hemos bailado antes algún merengue, por cierto.
—¿Por qué eres tan esquiva? —No me sorprende que me haga conversación mientras bailamos, la mayoría de los chicos no lo hace, pero él sí. Lo mismo fue cuando bailamos por primera vez, hace unos cuántos meses ya, y me preguntó por qué era tan seria. Yo no tenía idea de que lo fuera. Como es costumbre, sus inquietudes sobre mí me desequilibran.
—¿Esquiva? Si soy algo es accesible. Nunca esquiva —balbuceo.
Siento que estoy defendiendo algo que no tiene salvación y que nuestro sistema de preguntas agudas con respuestas mordaces ha presentado un defecto; uno de esos momentos en los que la mente se queda en blanco y tus mecanismos de protección te abandonan sin autorización.
—Si te invito a bailar, prefieres negarte, y si hablo contigo cercas la conversación. Eres esquiva.
—No soy esquiva. Si no te has dado cuenta, es una dinámica que tenemos. No te quejes.
—¿Tenemos una dinámica?
—Dinámica, guerra de voluntades, llámalo como prefieras —se lo piensa un momento—. No le hablo a nadie como a ti ni nadie me habla tan francamente como tú —empiezo a dudar en haber introducido este tema de nuestra supuesta “dinámica”.
—Entonces sí —acuerda llevando mi mano derecha a su hombro—, tenemos una dinámica.
El cambio del lugar de reposo de mi mano derecha, que ha estado antes unida a la suya, nos acerca tanto que puedo detectar la sombra de barba en su quijada, el cítrico de su perfume y si levanto un poco la mirada, quedarme hipnotizada por la vizcosidad de la miel en sus ojos, que a esta distancia parecen casi verdes. Me siento nerviosa. Es justamente esta intimidad la que he  querido evitar hace un momento cuando intenté escapar.
—Me gusta, quiero que sepas.
—¿Ah? —¿Qué ha dicho?, ¿quién le gusta?
—Nuestra dinámica.
Nuestra dinámica, Lucía, por Dios, ¿en qué estás pensando?
—Creo que has empezado a sudar frío —una de sus manos abandona mi cintura para limpiar la escarcha de mi frente—. No que hubiese algo raro en que tú me gustases.
Siento que mi cerebro se ha detenido, quedado en blanco, incapaz de procesar lo que Luciano está diciendo, pero empieza a molestarme esa sonrisita que tiene sobre la cara, que no sé interpretar. A estas alturas ya he debido decir algo mordaz pero mi mente sigue sin procesar pensamientos. Para mi tranquilidad me hace girar al ritmo de la canción, lo que me proporciona tiempo para aclarar la mente.
—¿De qué estás hablando?
—De nuestros gustos y la dinámica.
—¿Ah…? —Suelta una carcajada.
—No he dicho que me gustas —me dice al oído cuando deja de reír—. Deja de preocuparte —me mira, arqueando las cejas, asomando su sello de sonrisa cínica.
Me acerco a su oído y le digo una mentira:
—No lo he pensado. Deja de preocuparte.
Arrugo la nariz y sonrío con una mueca, contenta de tener devuelta mi agudeza y un poco del control de la situación.
—No lo estoy —me hace dar nuevos giros y seguimos bailando hasta que termina el set de merengue y la música cambia a un reggaeton.
Me detengo, rígida como el tronco de un árbol.
—¿Qué? ¿Qué sucede?
—Ni lo sueñes.
—¿Por qué? —Levanta mis brazos e intenta hacerme bailar pero no me muevo.
—No voy a bailar reggaeton —me planto—. Tengo un límite.
—Vamos… —me reprocha.
—No. Y te recuerdo que tengo cosas que hacer.
—Le pediré a mi hermano que te haga un depósito por todo.
—Luciano, no es gracioso —que quiera comprarme toda la repostería que se ha quedado fría en el stand. Es como una ironía, que el día que se supone todo el mundo quiere comer dulces, mis compañeros de la Eyre se resistan.
—Vamos, una canción más.
Aunque niego con la cabeza, me lo estoy pensando. ¡No puedo creerlo…! Bueno, hasta que él pone una mano en mi cintura, atrae mi cuerpo al suyo y empieza a hacer los movimientos propios del reggaeton. O del apareamiento, como prefieran denominar este baile.
—Luciano, no pienso mover el trasero como Verónica.
Él se detiene, me mira sorprendido y hace una carcajada de las suyas, de ésas cuando algo le hace verdadera gracia. Luego asiente y me deja ir.
Cuando recupero mi lugar detrás del stand veo que está bailando con una gatita: Verónica precisamente. Aparto la mirada cuando sus ojos conectan con los míos, hace un paso vulgar para que le mire y se ríe burlonamente de la sosa “Santa Lucía” que no baila reggaeton.
Me enfado un poco más porque todavía puedo sentir el contacto de sus manos en mi cintura y su aliento en mi oreja.


[1] Es el término que utiliza Diane Court para describir a Lloyd Dobler en la película Say Anything después de su primera cita.
[2] Es la expresión que utiliza uno de los vecinos de Mónica, de la serie Friends, para describir las galletas que ella deja en la puerta del apartamento para ellos.

Dame una cita, Lucía estará próximamente publicada en Amazon

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