Si sigue habiendo afecto en los dos, no tardarán en entenderse nuestros corazones.
Persuasión.
Anne
trataba de, cuanto menos, sonreír a los invitados del baile que ofrecía su
familia, pero su corazón estaba precipitado, demasiado agitado para
concentrarse en las conversaciones de quienes la rodeaban; si no hubiera estado
obligada a los códigos de su sociedad, ahora estaría en el teatro, justo el
plan que había propuesto Charles Musgrove, su cuñado, antes de que se le
recordara su deber con este baile; él ya había comprado un palco del que tuvo
que prescindir para complacer a su esposa y a su madre en atención a la
invitación de su padre y hermana mayor.
La carta, esa carta que el
capitán Wentworth había colocado en sus manos, la había estremecido, removido
todos sus sentimientos y, de alguna forma, aclarado las dudas reservadas en su
corazón desde hacía ocho años.
Una palabra, una mirada me bastarán para comprender si debo ir a casa de su padre esta noche o nunca.
La
había leído tantas veces que si cerraba los ojos podía ver cada línea escrita
en su fina letra.
En
la mañana, como lo había prometido el día anterior, luego de la intensa lluvia,
Anne se dirigió a El ciervo blanco,
la posada donde se hospedaba el grupo de los Musgrove. Se sintió ligeramente
alterada al comprobar que el capitán Wentworth ya estaba presente en los dominios
de sus amigos, tan enigmático y atractivo que sentía que su corazón sufría con
cada encuentro. También se sintió momentáneamente desubicada, ni su hermana ni Henrietta estaban para atenderla
y por unos segundos dudó en regresar a Camden-Place o quedarse, pero con la ayuda
de las señoras Croft y Musgrove, a las que se les encargó no dejarla ir, Anne se
superó a sí misma y permaneció en los
aposentos, donde, a pesar de él y sus aires de importante, se sentía querida.
—Me
contenta saludarla nuevamente, Anne.
Una
voz masculina, que interrumpió sus recuerdos, le hizo volver a la realidad.
—Capitán
Harville…
Justo
el capitán Harville había sido quien, en la mañana, le daba compañía cuando, en
un descuido, aquella inesperada carta fue depositada en sus manos.
—Es
una bonita noche, ¿no cree usted?
Así
deseaba que lo fuera, una bonita noche, una inolvidable, pero pensaba que sus
inseguridades podían más que sus ilusiones y esperanzas.
—Seguro
que sí —debió responder solo por compromiso.
—Hemos
tenido una conversación interesante esta mañana, ¿no cree usted? —Comentó
ofreciéndole el brazo para que le acompañara a dar un paseo por el salón.
—Muy
controvertida.
—Pero
me temo que no hemos llegado a una conclusión.
—Es
inevitable, cada uno está muy predispuesto en favorecer a su propio sexo.
—Es
probable, sobre todo porque usted está siendo muy injusta con el nuestro.
En
este momento Anne quería defenderse, pero solo pudo suspirar cuando a su mente
regresaron los últimos recuerdos de la mañana en El Ciervo Blanco.
—Algo
me dice que al menos la he hecho dudar —le dijo el capitán, como si hubiera
estado leyendo sus pensamientos. Anne le respondió con una sonrisa, tratando de
disimular el rubor antes de detenerse en un punto del salón, donde la esperaban
sus amigas.
—Capitán
Harville, permítame que le presente a mis amigas: Elinor y Marianne Dashwood.
La última
vez que Anne, Elinor y Marianne se encontraron había sido de forma fortuita, el
pasado baile de invierno, en Highbury. Anne
había asistido en compañía de Lady Russell, por invitación de Emma, los
Woodhouse eran buenos amigos de la familia Elliot, y las Dashwood iban de paso
a Londres para pasar una temporada con la señora Jennings; sin embargo, la
correspondencia entre todas, incluso con otro grupo de amigas a las que habían
conocido en aquel baile, las Bennet, se había mantenido en detalle. Recién instalada
en una ciudad que no le traía buenos recuerdos, Anne consideró la compañía de
las hermanas el mejor recurso para adaptarse.
—Encantado
de conocerlas —el capitán ofreció sus respetos.
—También
el nuestro —respondieron al mismo tiempo.
—Elinory Marianne son viejas conocidas de la familia y mis invitadas personales, han
venido a pasar una temporada conmigo.
—Tendremos
un inconveniente en este punto, señoritas, porque sé que nuestro grupo es
ambicioso y querrá retenerla, así que, me temo, necesitaremos llegar a un
acuerdo.
—Seguro
encontraremos una forma de compartirla, señor —repuso Elinor, amablemente.
—Sin
embargo, estoy seguro de que el grupo estará encantado de conocerlas también y
sumarlas, si a ustedes no les molesta. Las amigas de Anne merecen todo nuestro
respeto y confianza.
—Estaremos
agradecidas de acompañarles, señor —repuso Elinor nuevamente.
—El
capitán Harville es… —un gran amigo de Frederick, Anne hubiera deseado
agregar, pero no podía dejar reflejo de la familiaridad entre ambos, no todavía—
un estimado amigo al que tuve la suerte de conocer recientemente en Lyme.
—Un
estimado amigo, me gusta saber que el aprecio es mutuo —le confió sonriendo.
Anne
le devolvió una sonrisa dulce.
—Tal
vez sus amigas tengan alguna opinión sobre nuestro tema de la mañana.
—¿Cuál
tema? —Inquirió Marianne.
—Verán,
esta mañana, la señorita Elliot y yo conversábamos sobre la intensidad, constancia
de sentimientos y sus diferencias entre el hombre y la mujer, pero no pudimos
llegar a un acuerdo; ella sostiene que es exclusividad de su sexo la ternura y
precisión de estos, pero yo me resisto a que la naturaleza de los nuestros sea
distinta.
—Tal
vez no podamos afirmar lo que en realidad sucede en sus mentes cuando piensan
en nosotras —intervino Marianne, que, desde que era muy joven, Anne lo conocía
bien, usualmente tenía una opinión muy firme para cada tema—, pero generalmente,
sus sentimientos se contradicen con sus acciones.
—Esa
es una opinión muy concreta para ser usted tan joven.
—Mi
juventud no me reserva de la observación y la experiencia.
—La
experiencia, ¿ah? —Dijo el capitán riendo un poco—. No quisiera claudicar en
mis principios, menos en mis sentimientos, pero me creo en desventaja. A ver…,
a ver…
El
capitán Harville miró en derredor, como si estuviera buscando algo.
—Con
lo útil que me sería Wentworth en este momento...
Al
escuchar su nombre, el corazón de Anne se desbocó, sin embargo evitó que su
mirada paseara por el salón para buscarlo. Prefería no hacerse ilusiones con su
presencia en el ostentoso baile de su padre y su hermana, al que lo habían
invitado porque les había parecido un accesorio interesante para su velada.
—Ah,
pero ya veo a alguien que me podría servir de respaldo. ¡Tilney!
Anne
sonrió al detectar a su amigo. Las familias Tilney y Elliot se conocían desde
siempre.
—¡Capitán
Harville!
Los
caballeros se saludaron y Henry dirigió una mirada a las tres jóvenes, poniendo
énfasis en una sonrisa hacia Anne, que su amiga le devolvió. Henry y ella se
habían visto más temprano y tenido todas las ceremonias correspondientes a su
encuentro.
—Necesito
de su asistencia.
—¿En
qué puedo servirle?
—Conversando
con mis jóvenes amigas me han dejado, injustamente, entre la espada y la pared.
—¿Cómo?
—Estas
encantadoras señoritas han puesto en duda mis argumentos sobre la fidelidad de
nuestros sentimientos sobre los suyos, sostienen que nosotros olvidamos fácilmente
el afecto de una mujer y carecemos de constancia, en comparación con ellas; por
favor, sírveme de ejemplo y ayúdeme a convencerlas de que eso no es cierto.
—Capitán
me pone usted en un aprieto.
—Bienvenido
al sentimiento.
—Pero
no seré yo quien contradiga a estas señoritas —dijo paseando la mirada sobre
las tres—; por regla general, creo que no debe imponerse la superioridad de un
sexo, ambos demuestran igual aptitud para todo aquello que está basado en la
elegancia, el buen gusto… y los sentimientos.
—Ni
yo lo habría expuesto mejor, Tilney.
—Solo
espero haber complacido a las señoritas.
—No
se trata de complacernos sino de reconocer nuestras emociones que difieren tanto
de las suyas —respondió Marianne con cierto grado de enfado.
—No
ha sido mi intención desconocer sus emociones, señorita…
—Marianne.
—Señorita
Marianne.
—Pero
discúlpeme, Henry, he de ser yo muy maleducado, permítame presentarle a dos muy
queridas amigas de Anne, nuestra adorable anfitriona, Elinor y Marianne
Dashwood.
—Encantado
de conocerlas, señoritas Dashwood.
El
señor Tilney tuvo con ellas todas las gentilezas y galanterías propias de un caballero
bien educado, quedándose un poco en el saludo de Marianne.
—Sepa
disculpar mis sandeces, señorita Marianne.
—No
hace falta, señor.
Marianne
paseó la mirada por todo el grupo y luego se disculpó:
—Creo
que necesito un poco de aire fresco —y sin más se abrió paso entre el grupo y
se retiró.
Anne
y Elinor intercambiaron miradas, ambas sabían lo que tenía a Marianne tan
afectada, pero, como si estuviesen leyéndose el pensamiento, pensaron que lo
mejor sería cederle un espacio a solas.
—Iré
a disculparme —ofreció, sin embargo, el recién conocido, Henry Tilney.
Continúa…
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